Por: Mariana Alejandra Pilco Calizaya.
“Tienes que aprender a cocinar para que tu marido no te abandone” Esta es la filosofía de mi abuela Amparo. Una mujer de 78 años, amante de la limpieza, bondadosa y complaciente con los necesitados. Jamás ha permitido que un hombre toque algún plato u escoba en su casa ni que una mujer se vista mal o que tenga el cabello suelto como una “bruja”. Es su filosofía y forma de vivir, guste o disguste.
Es la menor de cuatro hermanas. Proviene de una
familia disfuncional. Vivió en una época en la que era mejor, callar y nunca
contradecir. Es la hija que estaba lista para la vida, la única que comprendía
su posición en el hogar, mientras que sus hermanas “descarriadas” querían ser
independientes, tener una carrera y viajar por el mundo. Su lugar era, fue y
será la cocina.
¿Siempre fue así? Tiempo atrás, ella reflejaba mucha
dulzura cuando se quedaba en casa tejiendo chompas y chalinas. Se levantaba a
las seis de la mañana y se colocaba cinco, seis hasta siete chompas. Iba a la
tienda para comprar los víveres y cocinaba en sus ollitas mientras escuchaba
Radio Felicidad. Solía pasear y de vez en cuando visitar a sus comadres y
ahijados. Esperaba a mi abuelo para que cierre todas las puertas y apague todas
las luces. Era su rutina.
Sus consejos no parecían malos. Frases como “ve a
jugar con tus muñecas, los autos son muy aburridos” o “solo las niñas tristes
se ponen prendas oscuras” eran inofensivos y amables. Todo empeoró cuando
empezamos a crecer.
A pesar de los gratos obsequios que nos entregaba, nos
decía que deberíamos vestirnos con falda y polos de cuello tortuga para no
llamar la atención de los hombres en las calles. La comida que preparábamos
tenía que ser perfecta en el sabor, color y su presentación en la mesa. Cada
vez que la visitábamos, nos decía las “graves” consecuencias de tener enamorado
antes de los veinticinco y vivir solas o separadas de la familia. Es lamentable
que en todos sus cumplidos termine diciendo: “…porque así serás una buena
esposa”
No podemos reclamarle del todo, gracias a ella
aprendimos muchas cosas como coser, barrer, cocinar, tejer, lavar y limpiar. Pero
mi madre se sentía muy incómoda. Cada vez que tenía la oportunidad de
comprarnos cosas, mi abuela la criticaba: “¿Por qué tan corto? ¿por qué tan llamativo?
¿Por qué oscuro? Las estas educando mal, lo mejor sería que vivieran conmigo”.
Esa última frase fue la cereza del pastel. Mi madre no pudo soportarlo más, solo
le tomó una semana para conseguir una pequeña casita, llevarnos en un camión de
carga y empezar de nuevo.
Pasaron casi seis años. Mientras armábamos el árbol de
Navidad, recibimos una llamada de mi padre. A mi abuela le diagnosticaron malformación
de Chiari, una enfermedad en la que una pequeña porción del cerebro desciende a
la columna vertebral, Mi padre nos suplicó que viajáramos para visitarla.
Al llegar a su casa, mi abuelo nos abrió la puerta.
Nos saludó con alegría. Estaba empapado, al parecer estaba lavando su ropa a
mano. Mi abuela se encontraba en el sofá. Cuando nos miró, se levantó, pero
extrañamente caminaba como si estuviera tambaleando de izquierda a derecha. Mi
padre la sujetó de un brazo. Se veía tan diferente. Vestía con un buzo ancho y
una chompa negra, estaba desmaquillada aún con sus ruleros en la cabeza.
Cuando estábamos almorzando, mi madre comentó sobre
las carreras que mis hermanas y a mí habíamos elegido. Esperábamos una queja
suya o que nuevamente la critique a mi madre. ¡Oh sorpresa! Mi abuela le agradó
mucho la noticia: “Me siento muy orgullosa de ustedes, mi manera de pensar ya
no es la misma. Esta enfermedad me ha afectado mucho. Ya no puedo pasear, comer
o vestir como antes. Quiero que sean profesionales y que sean mejores que yo,
no esperen que algo malo les pase para que se den cuenta de sus errores”.