Por: Carlos Rafael Choquehuanca Palomino.
¿Qué sabes de Fredizon? ¿Se cambió de colegio?, eran preguntas comunes en el quinto “B”, solo semanas después lo supimos, nuestro compañero, esta vez sin cabello y cojeando, nuevamente ocupaba una carpeta en la parte de atrás de nuestro salón. En ocasiones, volteaba el cuello a la derecha y veía como de forma silenciosa se oprimía el pecho, cerraba los ojos e intentaba dar un respiro profundo para aliviar el dolor. De forma gradual, como el cáncer, las inasistencias de Fredizon se hacían más frecuentes. En una conversación, me explicó que era porque las quimioterapias tienen un calendario complicado, a pesar de eso nunca dejó de ser un buen amigo. Es probable que al inicio haya tenido esperanzas, pedía los cuadernos de los demás para poder igualarse.
Curiosamente después de que haya perdido cabello por las
quimioterapias, este comenzó a crecer nuevamente como si fuese de un bebé, le
molestaba un poco que sintiéramos pena, detestaba que le cambiemos el tono de
la voz para preguntarle como estaba, él mismo quería participar de las
“pichangas” del recreo. Un día, recuerdo haber llegado tarde al colegio,
vi dos muletas, un cuerpo que había perdido peso y el pantalón zurcido de una
pierna, no era el momento de hacer preguntas. En el recreo, de alguna manera,
él adivinó lo que un grupo de muchachos inmaduros querían saber, nos reunió
para contarnos que el cáncer es como un grupo de hormigas que se van propagando
por todo el cuerpo y que, en su caso, tenían su nido en la pierna que le
cortaron.
Más o menos dos meses después, una bolita en el pulmón y otra en
el hígado, presagiaron el final. Se cansó de estar en el hospital, decidió
pasar más tiempo con su familia, la morfina le permitía camuflar el dolor. Sus
ojos se notaban dormilones, en su respiración sonaba resignación, una semana
antes de verlo por ultima vez, fui al seguro a visitarlo y me preguntó: ¿Si
alguien tiene mucha fe, puede curarse?
La mañana en que se despidió, la directora nos ordenó que
fuéramos al laboratorio, antes de eso habíamos preparado una bienvenida
especial con música y danzas, pero él se negó a participar y prefirió entrar de
forma apacible y silenciosa, cuando abrimos la puerta, ahí estaba él, más
blanco que nunca y en silla de ruedas. Primero confesó su amor a una compañera,
después se refirió a cada uno de mis compañeros por su nombre, nos recomendó
valorar cada respiración, aprovechar las oportunidades. Hasta ese día esos
consejos solo eran clichés para mí. Lo de Fredizon fue cáncer, lo que yo
experimenté al escucharlo, fue “Un dolor de crecimiento”.
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