Por: Andrea Alexandra Ramirez Ataucuri.
Los
constantes dolores de cabeza fueron avisos de la enfermedad. Ha pasado un mes desde que mi papá sufrió un accidente
cerebro vascular (ACV) o también conocido
como infarto cerebral. Una enfermedad que se produce por un coágulo sanguíneo que obstruye la circulación de
sangre y oxígeno al cerebro. En cuestión de minutos las células del cerebro comienzan a morir.
Mi papá se
llama Manuel. Él ha sido docente de matemáticas toda su vida. Él trabajaba y vivía en Mollendo. Estuvo solo
el día del accidente. Lo colocaron en observación
un tiempo, le hicieron una prueba de descarte de COVID19 y le dieron pastillas básicas. El procedimiento médico
no fue el correcto hacía mi papá, lo mandaron a casa con pastillas para la presión y el colesterol elevado. Ni internaron a mi papá, ni solicitaron tomografías y tampoco lo llevaron a
otro centro de salud por ambulancia. Tiempo después, me enteré que debieron haberlo
trasladado e hospitalizado inmediatamente.
Mi familia
siempre ha sido unida, sin embargo, debo admitir que vivir una situación como ésta nos conectó más. Mis tíos
dejaron de lado sus diferencias y empezaron a
trabajar en equipo. Mi tía Zaida estuvo a mi lado siempre. Todos mis
familiares se juntaron para comprar
una silla de ruedas a mi papá. Nos unimos.
En Mollendo
no hay cardiólogos y neurólogos especializados. El centro de salud es ineficiente y descortés. El personal de
salud fue insensible e indiferente con mi familia.
Recuerdo ver a mi hermana y abuela llorar por una copia de la orden de análisis
para mi papá (él había perdido todos sus papeles).
Fueron días complicados. El infarto cerebral
dejó a mi papá con una hemiplejia izquierda, disartria
leve y con una leve desconcentración.
Pasó bastante
tiempo para que el hospital nos diera el traslado a Arequipa. Fueron inmensas
las reuniones con neurólogos. La doctora Medalith
fue la primera neuróloga en
revisar a mi papá. Ella me comentó que el tiempo fue fundamental. Soltó entonces unas palabras que retumbaron en mi cabeza “Posiblemente
no pueda volver a mover su brazo” “¿Por qué no lo trajiste
antes?” palabras que mencionó mirándome a los ojos. Entonces, la posible culpa
no me dejaba dormir.
Debo admitir
que empecé a culparme por lo que había sucedido, hasta el día de hoy mi mente no está tranquila. Dentro de mí creció una desconfianza por todo profesional médico y una inseguridad
atroz. Empecé a dudar de todo los doctores que
revisaban a mi papá. Dude de las pastillas, los exámenes e incluso de los resultados.
El Doctor Enrique Salcedo
Calderón me comentó
que mi papá había sufrido
negligencia médica en Mollendo. “Inmediatamente debieron traerlo por
ambulancia” “No le dieron ni
anticoagulantes, alteplasa, nada”, “Debieron exigir una movilidad especial”
fueron las palabras del
doctor.
La mayoría de
doctores que se reunieron conmigo concluyeron en lo mismo: “El tiempo fue clave, no va a volver a mover
el brazo”. Más adelante, mi papá se enteró de
todo, incluso la neuróloga Diana Pampa le aconsejó jubilarse. Palabras
directas, sin tapujos, sin empatía.
Palabras que chocaron en él, ya que, al día siguiente no quiso continuar con su terapia física.
Durante
muchos días mi papá empezó a decir: “Por las puras gastas, no me voy a recuperar” o “¿No dicen que debo
jubilarme?”. Poco a poco le quitaron su fe y
voluntad. ¿No es acaso un doctor el responsable de salvar una vida? ¿No
deberían motivarnos a salir
adelante?. Realmente, ¿Existen buenos doctores? Supongo que sí, pero mi papá no tuvo suerte.
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